domingo, 12 de junio de 2022

Pandemia

 El olor a lejía y alcohol penetraban, casi ellos solos, por la tupida malla de la mascarilla FPP2 haciendo el ambiente irrespirable. El frío de aquella noche de invierno se había instalado en la planta de aislamientos del hospital. Encaramado a la tercera ola, solo se podía mantener el equilibrio entre la desorganización, el miedo al contagio y el desconocimiento de la enfermedad. Los ancianos, desorientados y solos, gritaban o murmuraban ininteligiblemente. Los jóvenes afrontaban lo desconocido de su futuro con miedo, omnipresente. Las erupciones en mi cara eran por la lejía con que se limpiaban las gafas protectoras. Lo supe unos días después. No se entendía el sudor pegajoso bajo las batas impermeables en medio de tanto frío. Al salir del hospital la tarde anterior, no me había cruzado con nadie en mi trayecto a casa. Solo los aplausos de las 8 de la tarde, fuertes y acompañados de agradecimientos en las ventanas de enfrente del hospital, indicaban que la gente seguía ahí, en sus casas. Unos jaramagos rodaban por la calle lentamente, a su antojo.

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