martes, 24 de agosto de 2010

Aprendiendo a amar los parques

Llegué temprano, cuando el frescor de la mañana se envalentonaba con la hierba muy húmeda, recién regada. Tibios rayos de sol estival perforaban las hojas anchas y claras del castaño silvestre dibujando sobre el suelo un mosaico monótono, un poco caótico y levemente oscilante. La Plaza de los Escritores estaba a aquella hora habitada solo por una madre ojerosa que meneaba una sillita en la que una niña pequeña se incorporaba una y otra vez, recibiendo sistemáticamente una riña por no dormirse como debiera... La mirada perdida de la madre y su expresión casi desesperada me contaron que estaba en miles de sitios en ese momento y ninguno de ellos era en aquella mañana fresca, en aquel parque tan literario. Quizá vivía en el anhelo de una noche larga y sin llantos de niño. Ignacio emitió un chillido ahogado al contacto de sus pies descalzos con la hierba húmeda, seguido de una sonrisa amplia, espléndida. Intentaba pasar las hojas esculpidas en piedra del libro que preside la plaza con sus deditos tiernos, exploradores indefensos de su entorno cercano. El sabe que el parque es hogar de sus juegos, huésped acogedor de su necesidad de ejercicio, abuelo paciente que observa jugar, respeta iniciativas de juegos nuevos pero protege siempre, testigo mudo del crecimiento de sus primeras amistades. En unos meses correteará por él, volviendo con frecuencia la mirada a la nuestra, en cuanto se aleje un poco, indeciso al principio a dar un inestable paso más. Sin quererlo, fomentará nuestras relaciones con los padres de sus amigos, y el parque escuchará, en alianza tácita con el niño, esas charlas que son a veces terapia espontanea de frustraciones paternales. Y todo ello bajo la mirada acogedora del parque, respetuoso y acogedor, que ve como nuestras vidas se despliegan en su seno.